Es más fácil la crítica que la autocrítica y más sencillo detectar defectos ajenos. Digo esto porque siempre nos damos cuenta del error del otro o de lo que éste tiene que cambiar. Es mucho más fácil tomar conciencia de lo ajeno, que de los propios errores y de las propias equivocaciones. Es más, queremos ayudar a esa persona equivocada cambie. Todos tenemos la pretensión de cambiar a alguien. Es una buena intención.
Aunque se nos olvida que nadie cambia a nadie. Que el cambio
es, siempre, fruto de la toma de conciencia personal de que algo no estoy haciendo
bien; o nace cuando percibo en mí eso que soy –o que muestro- no es lo correcto
y decido cambiar. El cambio es un hecho personal, que se da en el espacio
inviolable de la conciencia, en ese espacio al que solo tengo entrada directa
yo -y nadie más-.
Para ayudar a que otros vivan mejor, tengamos conductas
positivas, generen mejores relaciones y crezcan; lo que podemos hacer es tratar
de provocar espacios, situaciones, acciones, que les permitan reflexionar y
hacerse cargo de sí mismos para intentar un cambio. Pero más no podemos, ni
obligarlos, ni buscar varitas mágicas o pócimas secretas que hagan el trabajo
que ellos no quieren hacer, ni llevarlos donde algún gurú que en media
conversación transforma bandidos en gente.
Esto siempre me pasa, que a mi consultorio traen a más de
uno obligado, porque creen que yo puedo “cambiar” personas, como si tuviera
bodegas de seres humanos para hacer trueques o poderes divinos para decir dos
cosas y transformar al otro… y eso no lo hace ni Dios si el hombre no abre el
corazón y toma la decisión de cambiar.
De acuerdo a lo anterior, quiero invitarte a reflexionar
sobre algunos puntos concretos en este sentido:
1. Todos somos diferentes y debemos aceptarlo así. Ni
nuestros hermanos, con los que compartimos el mismo ADN y con quienes vivimos
en los mismos espacios sociales, somos iguales. Eso hay que aceptarlo y
nuestras relaciones tienen que partir de allí, de la insoslayable diferencia
que existe entre un ser humano y otro. Por más parecido que haya, también hay
mucho que nos hace distintos, aunque no desiguales.
2. Todos tenemos "peros", nadie es como el otro
quiere que sea. Todo el mundo tiene sus propias características que pueden ser
molestas y dañinas para el otro; incluso detrás de lo que era una virtud. No se
puede pedir que alguien sea organizado, sin que quiera incluirte en sus cosas
por organizar; ni se puede querer que alguien sea tranquilo, sin que llegue un
momento en el que quisieras que actuara más rápido. Hasta el momento pudiéramos
llegar a cantar: “lo que antes te gustaba, es lo que ahora te molesta”.
3. Todos somos dueños de nosotros mismos y de lo que
hacemos. Hay una responsabilidad que es individual y que nos exige un
compromiso personal. Por mucho que los otros traten de meterse en estos
espacios no lo logran. Y así como peleamos con uñas y dientes por ese espacio
personal, por nuestra propia libertad; también debemos reconocer y validar la
lucha de los otros por lo mismo. Pretender gobernar los gustos, las necesidades
y las decisiones de los otros, además de molesto, es completamente inútil, lo
más que lograremos es que se pongan máscaras frente a nosotros.
4. Todos podemos propiciar, a través del buen ejemplo, de la
coherencia de vida y de las palabras asertivas, espacios de reflexión y de
acción para que los otros cambien. Servimos de espejo a las acciones de los
demás, posibilitamos reflexiones con palabras precisas, propiciamos encuentros
para que evalúen; pero más no podemos. Tengamos en cuenta que nada de esto se
logra por imposición, por fuerza o por coacción.
5. Es necesario tomar la decisión de gozarnos a los otros o
de tomar distancia de ellos -sin violencias- para poder vivir en paz. Eso sin
la pretensión de jugar a ser dioses que cambian a los otros con palabras
mágicas. Hay gente que me conviene y otra que no. Si tengo claro que no puedo
vivir con ellos, si siento que me dañan, si estoy seguro de que no me aportan
nada bueno; entonces debo buscar otros espacios, encontrar otros círculos
sociales que me ayuden.
6. Sólo el amor verdadero, que aceptación plena, genera procesos de transformación en el otro. Es claro, el único camino para ayudar a transformar a los demás es amarlos; sin eso, estamos perdiendo el tiempo. Sólo influimos en quienes nos aman o nos admiran, sólo soportamos los errores de aquellos que valoramos por encima de su equivocación, sólo puedo tener relaciones sanas con aquel que es importante para mí, aunque tenga conductas por mejorar.